Cómo nos cuesta ser ciudadanos
Soy un conductor ocasional.
Es decir, que no todos los días ando detrás de un volante sorteando calles,
autopistas y vericuetos viales. Por residir en una de las llamadas ciudades
satélite (que todavía no la he visto dando vueltas alrededor de Caracas) y sólo
venir a ésta capital del ajetreo y el horripilante tráfico a laborar, dejo el
placer de manejar generalmente para los fines de semana, mientras que de lunes
a viernes el Metro se encarga de mí.
Ahora bien, en esas pocas veces
que ando al mando de mi carrito suelo toparme con una situación reiterada,
aunque con distintos matices, que creo ya caracteriza a buena parte de quienes
en este país se movilizan en cuatro ruedas. Me explico:
A cada rato puedo ver en
hombrillos, canales derechos, canales rápidos, curvas, rectas, rayados y otros espacios viales unas pobres ramas
previamente arrancadas del árbol más cercano tiradas en el pavimento, con lo
cual debo entender que debo reducir la velocidad pues más adelante se encuentra
algún vehículo accidentado.
Otras veces la cosa resulta
un tanto graciosa. Algún carajito al que el papá le acaba de prestar el carro,
par de chamas bien proporcionadas o cualquier desventurado ser humano, hacen
señas como alocados (as) – sobre todo si es de noche – para avisarle a uno que a
poquísimos metros más adelante se encuentra el vehículo que los llevaba, al que
alguna vaina rara le pasó y los dejó ahí botados.
Y entonces caigo en cuenta de
la situación: ¿Por qué cuesta tanto ser ciudadanos? Por qué puedo andar en mi
carrote, carrito, nave, rústico o lo que sea, muchas veces completamente lleno
de periquitos, luces HacheIdenosequevaina que enceguecen fácilmente a una manada
de venados, amortiguadores que cuestan tres quincenas de mi sueldo, mataburros,
matasuegras y atravesados, vidrios más oscuros que la noche, reproductores y
cornetas con una potencia que de vaina no agrieta las paredes, pero no puedo
cargar un humilde triangulito de seguridad o un triste conito anaranjado, que
seguro estoy no pasan de 200 bolos.
Por qué es tan fácil gastar
en licor, cigarros, hielo y cuanto haga falta para salir a rumbear en el
carro, pero se nos queman las manos si nos paramos en una tiendita de carretera
a invertir una módica suma en seguridad y prevención.
Ahí es cuando a quien le
compete la materia debería ponerse intenso y empezar a colocar alcabalas nada
más para ver si la gente carga el perolito (o triangulito) en cuestión. Porque
de verdad ya fastidia que cada vez que salga en mi humilde fiat tenga que poner
a prueba mis reflejos y condiciones de piloto cuando - en medio de la
nada - se me aparecen las pobres ramas queriendo ser triángulos fosforescentes o los ocupantes del carro accidentado moviendo la mano más que un rapero para
que me desvíe de canal a tiempo y no me estortille contra ellos.
He dicho.
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